miércoles, 15 de septiembre de 2010

"Televisión y educación"


Espacio, cultura, televisión.
Entre todos los medios de comunicación actuales, es la televisión el que tiene una presencia social más amplia, es un medio informativo, de entretenimiento con influencia cultural. La unión de la imagen y el sonido y la posibilidad de su traslado en el espacio, prácticamente instantáneo, hace de ella un instrumento ideal para superar las barreras apuntadas anteriormente. Como consecuencia de sus características comunicativas, nos permite una aproximación en el espacio y en el tiempo de contenidos, a los que por otros medios sería dificultoso.
Pero la televisión, como cualquier medio, incorpora al proceso los condicionantes propios de su singularidad comunicativa, lo que debe obligarnos a incorporar los elementos y estrategias adecuadas para su superación.
El concepto de «espacio», en el mundo de las telecomunicaciones, no responde a valores físicos, sino que más bien está relacionado con otros aspectos, que si bien no pueden ser cuantificados desde estos criterios, sí deben ser considerados.
Para tratar de superar esta problemática, se está generalizando el uso del término ciberespacio para definir el «no-lugar» en el que se interactúa utilizando sistemas informáticos, pero que también es válido para quienes lo hacen por medio de la televisión, independientemente de cuáles sean los medios complementarios que faciliten esa interacción, ya que el espacio ha de ser contemplado de igual manera.
Partimos pues, de que los diferentes sujetos y los diferentes medios que interactúan en un proceso de enseñanza-aprendizaje por medio de la televisión, forman parte de un único ciberespacio, e incluso debemos añadir que forman un único espacio cultural, de una misma cultura que podríamos denominar “cibercultura”, que obliga a unas determinadas conductas, significados o principios de comportamiento, asumidos por todos los que intervienen en el proceso y que vienen determinados por la propia naturaleza del mismo y la singularidad que impone el canal.
El entorno cultural personal, al que ya se ha hecho referencia, entendido como «su modo de vida, su lenguaje, sus formas de percibir, categorizar y pensar acerca del mundo, sus formas de comunicación no verbal y de interacción social, sus reglas y convenciones acerca del comportamiento, sus valores morales e ideales, su tecnología y su cultura material, su arte, su ciencia, su literatura y su historia» (Argyle, 1987), o como «... el modelo de comportarse y pensar por medio del cual los miembros de un grupo se organizan e interactúan unos con otros... formado por los valores del grupo, sus normas, sus tradiciones, creencias y estrategias» (Scheel y Branch, 1993), es el elemento que rodea el proceso, es lo que configura la realidad personal de emisor y receptor, y condiciona significativamente todo.
Por eso la afluencia de programaciones a veces mediocres, violentas, con importante presión comercial para captar máxima audiencia, modificando los hábitos de consumo y los familiares en detrimento de los educativos, hacen que ese entorno cultural sea contemplado tanto en el propio proceso de aprendizaje como en las diferentes fases de éste, ya que forma parte tanto del código, como de los contenidos (Schramm, 1973).
Ante la televisión, un proceso de comunicación, debe contemplar esas realidades culturales de emisor y receptor. El mensaje se estructura y se emite desde una realidad cultural concreta, la cual condiciona su configuración y da significado a cada uno de sus elementos.

Televisión, un gran escenario
La omnipresencia de las cámaras ha transformado el mundo entero en un inmenso escenario. La simple presencia de una cámara y de unos focos permite que cualquier persona pueda acabar sintiéndose un actor, un intérprete. Todo tiende a convertirse en actuación, en interpretación. Hay personas que aparecen en la televisión porque son famosas y otras que son famosas porque aparecen en la televisión. La exhibición se ha convertido en requisito indispensable para alcanzar el éxito y la fama. Hoy no puede pensarse en conseguir lo que se considera el triunfo social sin una adecuada puesta en escena.
“La producción de deseo es una parte tan importante del funcionamiento satisfactorio de la economía como la producción de mercancías o bienes. Pero esa producción se va a ocultar para mantener intacta la ilusión de la libre elección en los sujetos consumidores” (J. L. Sánchez Noriega, 1997, pág. 313).
En la mayor parte de los sectores sociales se impone la estrategia de la pasarela, del escaparate. Todo ha de ser exhibido, convenientemente maquillado y vestido (o desvestido). Todo se torna virtual: existe para ser contemplado, para ser consumido. La cultura del espectáculo no comporta tanto que tengamos oportunidad de ver las cosas que existen o que suceden cuanto que las cosas existan o sucedan para que se puedan ver. La imagen como garantía, no ya del valor de una realidad, sino de su simple existencia: “Si apareces en la televisión, existes” (Umberto Eco).
La búsqueda de lo sensacional es inherente a todo proceso de comunicación. La eficacia de un comunicador está condicionada, en buena medida, por su capacidad de llamar la atención, de sorprender, impactar, despertar el interés.
Lo sensacional es precisamente lo que causa sensación, lo que provoca, lo que asombra o atrapa. La búsqueda de lo sensacional es, pues, una necesidad comunicativa de primer orden. Lo ha sido siempre. Pero es una necesidad comunicativa que resuelven de manera muy distinta la logosfera y la iconosfera, la cultura oficial y la cultura popular.
La acumulación de informaciones está llegando a unas magnitudes tales que el saber se convierte en un océano inmenso en el que es más fácil que nunca orientarse. En otras palabras, en la era de las comunicaciones la competencia es tan feroz que la capacidad de sorprender resulta más difícil que nunca. Si el único mensaje que tiene capacidad informativa es el mensaje inesperado, hoy es más difícil que nunca informar.
La segunda diferencia es de orden cualitativo. En la cultura de la palabra escrita, y, sobre todo, en la cultura oficial, la necesidad de sorprender tan sólo puede ser satisfecha mediante la utilización superior, más o menos relacionados con la inteligencia o con la sensibilidad: el contenido del mensaje, su estilo comunicativo, su calidad estética o su fuerza ideológica o argumentativa. En la cultura icónica, sobre todo en la cultura popular, estos recursos pueden ser precedidos (o sustituidos) por otros de carácter más elemental: la gratificación sensorial, por ejemplo, o el dinamismo formal.
Es en este contexto social donde compiten las cadenas de televisión, por lo que no ha de sorprender que el criterio por el que se guían sea el primado de lo sensacional sobre lo rutinario y, por tanto, el culto a la sorpresa, al cambio. La moda es tal vez el mejor ejemplo de una realidad que se impone, no por su valor intrínseco sino simplemente por su novedad. Lo nuevo adquiere un valor indiscutible e indiscutido por el simple hecho de ser nuevo, de sorprender.
En la televisión la búsqueda de lo sensacional suele concretarse en el hecho de privilegiar los acontecimientos extraordinarios sobre los ordinarios, los excepcionales sobre los cotidianos, los exclusivos sobre los comunes. Y cuando no existen acontecimientos excepcionales, se trata de buscar un punto de vista excepcional; por ejemplo, recurriendo al contraste o a la dramatización.
Finalmente, cuando ni el acontecimiento ni el punto de vista son excepcionales, lo sensacional puede conseguirse mediante una puesta en escena espectacular.

Televisión y enseñanza.
Cuando hablamos de televisión educativa, consciente o inconscientemente, estamos metiendo en el mismo concepto dos tipos de televisión que, pudiendo tener algunos elementos comunes, son significativamente diferentes.
Un primer tipo de televisión educativa se relaciona con la formación a distancia y responde a planes perfectamente diseñados de formación reglada en campos concretos del conocimiento, que utiliza el medio televisivo como un instrumento más para tratar de aproximarse a los alumnos. La televisión trata de superar la distancia física entre emisores y receptores, a la vez que acerca determinados contenidos.
La segunda acepción es la que hace referencia a los programas de televisión, que en soporte vídeo y rara vez en directo, son integrados dentro de diseños curriculares de enseñanza presencial.
La televisión se transforma en un medio didáctico, en sentido estricto, que es capaz de mostrar determinados contenidos con una forma de representación diferente a las que utilizan otros medios, dejando de interesar su peculiaridad de superación de los aspectos espaciales entre profesor y alumno y manteniendo el interés por los contenidos y la superación del espacio y el tiempo.
La televisión educativa, en esta acepción, no la hace el emisor; la televisión la hace educativa el receptor, el usuario final, independientemente de la estructura y la intencionalidad del emisor.
Cualquier programa de televisión puede tener un valor educativo en la medida en que se integre dentro de un diseño curricular, cumpliendo una función concreta, previamente definida por el docente, la cual deberá ser evaluada al finalizar el proceso.
La televisión, como medio de comunicación, tiene unas peculiaridades, impone unas formas singulares que el docente no puede obviar y que en ocasiones se olvidan.
La percepción que de la televisión tiene el alumno en el aula, es la misma que la que ha desarrollado a lo largo del tiempo dentro de su espacio familiar. Se asocia a situaciones de relajación y descanso. Junto a esta situación conceptual estamos ante un medio cuyos mensajes pasan en el tiempo, planteando problemas el volver sobre ellos.
Cuando incorporamos la televisión como medio para la adquisición de algún conocimiento, no debemos olvidar que la estructura de los mensajes que proporciona este medio, no están codificados y estructurados con el mismo rigor y precisión para su decodificación como puede estarlo el lenguaje escrito. La televisión no dispone de un código unívoco de interpretación, de lectura si se quiere, influyendo en el proceso de decodificación por el receptor un buen número de variables, todas ellas significativas. La realidad personal, la tradición cultural, la cultura, el entorno, etc. son factores determinantes en el proceso de interpretación de los mensajes proporcionados por el medio televisivo.

Bibliografía:
Fragmentos extraídos de La televisión, generadora de un nuevo espacio educativo”
Autor: Francisco Martínez Sánchez   -  Universidad de Murcia
Fragmentos extraídos de  “Educar en una cultura del espectáculo”
Capítulo 1: La metáfora del navegante – La sociedad del espectáculo como encrucijada cultural
 Autor: Joan Ferrés - Editorial: PAIDÓS - 2003

No hay comentarios:

Publicar un comentario